martes, enero 17, 2006

 
Morder el pavimento

Aproximadamente a las 3:45 p.m. de este 12 de enero del 2006, salgo de la estación de tren en la calle 74 en Jackson Heights, Queens. Me dirijo sobre la avenida Roosevelt hacia la calle 75 teniendo la luz peatonal a mi favor para cruzar, de repente un taxi gira raudo y se detiene, pero me da espacio para seguir mi camino de luz verde. De repente siento un golpe en mi espalda que me lanza al suelo y ante la sorpresa para reaccionar, escucho gritos de ¡stop! ¡stop! hasta que encuentro la realidad. La llanta de un bus viene hacia mi, estoy en el suelo y trato de gatear arañando el pavimento para que no me alcance y el bus se detiene ante la gritería de la gente. Sigo en el pavimento por unos minutos, tal vez tres, muchos curiosos me miran desde la acera y la conductora del bus se baja a preguntarme que donde estaba parado yo, qué cómo me tiraba así al bus, sin siquiera preguntarme si estoy bien.
Como puedo, trato de incorporarme y siento los golpes en el cuerpo. Me siento inmensamente solo. Todos los testigos coinciden en que la culpa fue de la conductora del bus. No digo nada mientras siento y pienso que la vida es un segundo. Un oficial de policía llega a la escena, me pregunta como estoy y me dice que me quede sentado en la acera, mientras los peatones pasan mirando curiosos cual es el suceso que desvía el tráfico. Dos minutos después llegan los bomberos, más policías y la ambulancia. Me siento miserable en ese instante, pero igual, afortunado de estar vivo. Me toco, me reviso cada coyuntura y siento la espalda golpeada, mis manos, mis codos.

Cada bombero que llega quiere que le cuente la historia, cada policía y al fin, dos mujeres me llevan en la ambulancia al Hospital Elmhurst, me entran a la sala de emergencia, una enfermera de mal carácter me ordena sentarme en una silla, toma mi presión arterial y me manda a la sala de espera de emergencias donde debí estar por siete horas ansiando escuchar mi llamado para entrar a revisión. Siete horas esperando mi nombre que no es pena, según lo pronuncian en inglés, sino Peña, pero que ahí era valido en mí, una pena de sentirme minúsculo y dependiente de la burocracia médica y de las otras urgencias más graves. Uno más de las dolorosas escenas de la sala de emergencias, cuantos quejidos en cuantos tonos, cuantas maldiciones en ese lugar donde nadie puede estar feliz. El frío de la soledad de cada uno y el aire acondicionado helando la sala como complemento perfecto para el lugar. La lección de sentirse miserable en una sala de espera. Una muchacha entra a la sala de emergencia, yo la miro y pienso que es bella pero no estoy en condiciones de animarme en la seducción, estoy vuelto añicos, pero ella me mira y viene hacia mí sonriendo, me sorprendo pero si, es a mi a quien saluda. Me dice que ella vio todo, que quiso hablarme en el lugar del accidente pero fue imposible. Dice que trabaja con una organización sin ánimo de lucro y promete ayudarme en el proceso.

Esa tarde tenía planeado salir de la estación y entrar a comer un rico almuerzo colombiano, pero el accidente mató el hambre, asigno el susto y esta urgencia. Después de 7 horas, llamé a mi prima Ana quien vive cerca, le conté el suceso y le pedí que me trajera una hamburguesa para matar el hambre que me mataba y justo cuando ella llega a las 11:15 de la noche con la odiada Mc Donald que a esta hora era tesoro, dicen mi nombre desde la puerta: Pena Ricaro… y sin pegarle un bocado al ansiado manjar, me tocó seguir a la enfermera que me llamaba para no perder el turno.

La doctora china que me recibe me pregunta si soy el que golpeó el bus e inmediatamente me coloca un cuello ortopédico y pienso que ya será inútil, pues si algo malo tuviera en mi nuca, ya no habría remedio después de las siete vueltas del reloj. Adentro, la escena era tétrica como corresponde a una sala de emergencia de New York y ya mi espíritu era una entrega a cualquiera de esas voluntades vestidas de verde o azul con estetoscopio al cuello. Casi dos horas de camilla y soledad infame en la ‘sala rápida’, con otros pacientes quejándose atrás de las cortinas a mi lado, la pena rondando como un purgatorio y afuera los lamentos eran otros de más urgencia.
A la 1:00 a.m. me llevan a rayos X. No veo por donde me llevan, solo veo pasar el techo mientras la camilla avanza. Me dejan al lado de una pared donde hay una falsa reproducción impresionista, hasta que otra enfermera me lleva a un salón, me para frente al aparato X y empieza a tomar fotos de mis huesos y espíritu pleno de miseria en ese instante. A esa hora no hubiera resistido a ningún enemigo de frente, hubiera sido perfecto para ellos.
Me regresan a la ‘sala rápida’ por otra hora y según los resultados no tengo dolores ni tengo nada, tal vez quedó peor el bus, dijo un amigo después.
A las 3 y algo de la mañana me dan la libertad de irme y enfrento la calle 82 y su soledad tiniebla caminando hacia la avenida Roosevelt a tomar un taxi para recoger mi espíritu en casa. Aun estoy cavilando lo sucedido.


Comments:
Solo pienso que bueno seria poder darte un abrazo.
Tbotero
 
esto es verdad poe!? qué locura!
abrazos, ya estás mejor?
 
Publicar un comentario



<< Home

This page is powered by Blogger. Isn't yours?