lunes, enero 23, 2006

 

Papá Sí Fue a La Habana

Ricardo León Peña-Villa

El 15 de Enero de 1996, murió mi padre. La noticia llegó al amanecer del 16. Regresé a Medellín, recogí sus cenizas, su ropa vieja, sus cuatro pesos, sus recuerdos y marché a Cuba después de las novenas.
Fui a que rodaran lágrimas donde nadie me conociera, a repartir sus ropas y luego verlas pasar sabiendo que en la camisa de ese hombre que sonríe ahora, va mi padre.
Le busqué su doble habanero, con frente amplia y morena, bajito, de mirada variable, casi siempre sonriente. Una búsqueda de sentimiento, pues siempre supe de su goce caribeño, de su bailar con mamá interminablemente las canciones de Portabales.
Lo hallé una noche sentado a puertas de su casa en La Habana Vieja, en la calle Cuarteles. Con la excusa de alguna dirección, probé mi acertijo de si su voz se parecía al tono de papá y no. Pero se parecía a él físicamente.
Es un hombre amable y respetuoso que se llama Don Francisco y merece el Don previo al nombre. Con él quedaron las mancornas de piedra roja, dos camisas de cuello blanco y el pantalón gris ceremonioso. Nos vimos al siguiente día y así cada día pasaba para hablar con él un rato. A la quinta noche me esperaba en el portón con cierto aire de Dandy, fresco, resplandeciente, vestido de Don Iván, mi padre. Fueron sus ojos los que me esperaron al doblar la esquina de la calle Cuarteles y Aguiár.
Sonrió como degustando un ron, luciendo cabello cano y escaso como mi padre, incluso el bigote rebasaba el labio a la usanza de mi viejo. Lo sentí perfecto para mi soledad. Cuántas historias me regalaría, para sentir esta noche que la charla me remonta a la lontana nostalgia de mi infancia.
Mi plan era convidarlo a la “Bodeguita del medio” a beber mojito, pero la sorpresa era su casa en espera de mi visita, dispuesta la rica cena en su pobre mesa en honor de este visitante desconocido. Mi padre imaginado, me ofrecía su casa como si supiera de mi huida.… Toda su familia vestida pulcra, todo su calor para mi ausencia paternal, sentí tanta ternura que estuvo a punto de salir el mar por mis ojos. Yo el sentidor, sensiblero, no tenía palabras, era posesión de la sorpresa; fue ahí donde en trance divino entendí que el feliz de mi padre, había viajado conmigo a la Habana y a solas confabulé con él en los abrazos que esta gente nueva me brindaba. Había cena de pobre y amor. Propuse convidar a la bebida y apenados llamaron a "fulanito", que resultó ser el muchacho de los ojos que me sonrieron casi al llegar, “pues él sabe dónde es más barato el ron”.
Fue encontrar la pertenencia a otra vida que no se conocía. Qué brillo tienen los dientes de Don Francisco al sonreír, qué bien se le ven las mancornas en la camisa blanca. Cenamos, toda la noche me llamaron “chico” y otras veces, por mi nombre.
Por un comentario casi secreto supe que me parecía físicamente a alguien que partió en “El Mariel” y la sospecha era un doble examen que superaba a la esperanza del parecido. Hubo francachela, bebida, comilona y hasta romance con la prima que se enamoró del crucifijo de mi dedo meñique. Bella la muchacha, con rastros de los besos de sol en su piel y la coqueta seducción en la mirada inocente que aún no se olvida.
Al día siguiente caminé con Don Francisco por el Malecón. Desahogó su alma en historias de tiempos de Batista, de la entrada de la revolución, del amado Che Guevara, del admirado y ahora poco amado Fidel y la espera por la comprobación del comunismo, del socialismo, del renunciar al partido cada noche a solas, antes de dormir.
Nos alcanzó el paseo dos veces, ida y vuelta, para ser confesos y ratificarlo en un abrazo de padre e hijo, ante una fuente donde se bañan los niños de futuro incierto. Sorpresivamente, y en forma maliciosa, me dejó saber que había sentido las miradas sensuales de su sobrina, - plenas de suspiros - dijo él, abocándome a que la invitara a un paseo. Sentí las enseñanzas de mi padre en el leve gesto, en la complicidad de seducción.
Y sí, me la robé al país de la ternura, brindando un homenaje a mi viejo, amando una piel a su nombre en la tierra lunar de mar que él nunca visitó. La habanera robó mi corazón, en ella sembré flores nuevas para sus campos llamados Alina, como una oración en tierra pagana. Ella se quedó conmigo los restantes días hasta mi regreso y todavía al pensarla, suspiro con mi animal despierto.

Mi padre viaja conmigo a cualquier lugar, eso lo tengo por cierto. Por él nos embriagamos a su muerte mis amigos y yo en New York ante su foto, cuando llegó la noticia.
¿Será que estará también conmigo cuando vaya a París?

Salud por Don Iván, por Don Francisco, por ellos, por viejos, por sus vidas... ¡¡Salud!!

Este cuento hace parte de mi libro "Loisaida: Historias del Frío" (editorial Palabra Viva, Medellín 2005)

jueves, enero 19, 2006

 

El vino en la boca

Se va quedando uno en uno
aun volviendo a los lugares
donde el verso fue vida
cuando el vino era tinta.

Los lugares propios de antes
se tornan en memorias lentas
y lo digo estando en Nuyorican
donde tantas noches la noche
donde amar era un verbo en el aire
los ojos chocando en busca de… encontrando a…
y volviendo sobre mis pasos
al doblar la esquina a casa
con la ganancia de las palabras juntas
en mí orden del dictado.

Esta noche vuelvo al café
y a melancolía del vino en mi boca
me tuerce el camino al gris
de la nostalgia
y no es ese el dictado esperado
por lo tanto, freno esta tinta
al borde del papel y a tiempo.
R.L.Peña-Villa

martes, enero 17, 2006

 
Morder el pavimento

Aproximadamente a las 3:45 p.m. de este 12 de enero del 2006, salgo de la estación de tren en la calle 74 en Jackson Heights, Queens. Me dirijo sobre la avenida Roosevelt hacia la calle 75 teniendo la luz peatonal a mi favor para cruzar, de repente un taxi gira raudo y se detiene, pero me da espacio para seguir mi camino de luz verde. De repente siento un golpe en mi espalda que me lanza al suelo y ante la sorpresa para reaccionar, escucho gritos de ¡stop! ¡stop! hasta que encuentro la realidad. La llanta de un bus viene hacia mi, estoy en el suelo y trato de gatear arañando el pavimento para que no me alcance y el bus se detiene ante la gritería de la gente. Sigo en el pavimento por unos minutos, tal vez tres, muchos curiosos me miran desde la acera y la conductora del bus se baja a preguntarme que donde estaba parado yo, qué cómo me tiraba así al bus, sin siquiera preguntarme si estoy bien.
Como puedo, trato de incorporarme y siento los golpes en el cuerpo. Me siento inmensamente solo. Todos los testigos coinciden en que la culpa fue de la conductora del bus. No digo nada mientras siento y pienso que la vida es un segundo. Un oficial de policía llega a la escena, me pregunta como estoy y me dice que me quede sentado en la acera, mientras los peatones pasan mirando curiosos cual es el suceso que desvía el tráfico. Dos minutos después llegan los bomberos, más policías y la ambulancia. Me siento miserable en ese instante, pero igual, afortunado de estar vivo. Me toco, me reviso cada coyuntura y siento la espalda golpeada, mis manos, mis codos.

Cada bombero que llega quiere que le cuente la historia, cada policía y al fin, dos mujeres me llevan en la ambulancia al Hospital Elmhurst, me entran a la sala de emergencia, una enfermera de mal carácter me ordena sentarme en una silla, toma mi presión arterial y me manda a la sala de espera de emergencias donde debí estar por siete horas ansiando escuchar mi llamado para entrar a revisión. Siete horas esperando mi nombre que no es pena, según lo pronuncian en inglés, sino Peña, pero que ahí era valido en mí, una pena de sentirme minúsculo y dependiente de la burocracia médica y de las otras urgencias más graves. Uno más de las dolorosas escenas de la sala de emergencias, cuantos quejidos en cuantos tonos, cuantas maldiciones en ese lugar donde nadie puede estar feliz. El frío de la soledad de cada uno y el aire acondicionado helando la sala como complemento perfecto para el lugar. La lección de sentirse miserable en una sala de espera. Una muchacha entra a la sala de emergencia, yo la miro y pienso que es bella pero no estoy en condiciones de animarme en la seducción, estoy vuelto añicos, pero ella me mira y viene hacia mí sonriendo, me sorprendo pero si, es a mi a quien saluda. Me dice que ella vio todo, que quiso hablarme en el lugar del accidente pero fue imposible. Dice que trabaja con una organización sin ánimo de lucro y promete ayudarme en el proceso.

Esa tarde tenía planeado salir de la estación y entrar a comer un rico almuerzo colombiano, pero el accidente mató el hambre, asigno el susto y esta urgencia. Después de 7 horas, llamé a mi prima Ana quien vive cerca, le conté el suceso y le pedí que me trajera una hamburguesa para matar el hambre que me mataba y justo cuando ella llega a las 11:15 de la noche con la odiada Mc Donald que a esta hora era tesoro, dicen mi nombre desde la puerta: Pena Ricaro… y sin pegarle un bocado al ansiado manjar, me tocó seguir a la enfermera que me llamaba para no perder el turno.

La doctora china que me recibe me pregunta si soy el que golpeó el bus e inmediatamente me coloca un cuello ortopédico y pienso que ya será inútil, pues si algo malo tuviera en mi nuca, ya no habría remedio después de las siete vueltas del reloj. Adentro, la escena era tétrica como corresponde a una sala de emergencia de New York y ya mi espíritu era una entrega a cualquiera de esas voluntades vestidas de verde o azul con estetoscopio al cuello. Casi dos horas de camilla y soledad infame en la ‘sala rápida’, con otros pacientes quejándose atrás de las cortinas a mi lado, la pena rondando como un purgatorio y afuera los lamentos eran otros de más urgencia.
A la 1:00 a.m. me llevan a rayos X. No veo por donde me llevan, solo veo pasar el techo mientras la camilla avanza. Me dejan al lado de una pared donde hay una falsa reproducción impresionista, hasta que otra enfermera me lleva a un salón, me para frente al aparato X y empieza a tomar fotos de mis huesos y espíritu pleno de miseria en ese instante. A esa hora no hubiera resistido a ningún enemigo de frente, hubiera sido perfecto para ellos.
Me regresan a la ‘sala rápida’ por otra hora y según los resultados no tengo dolores ni tengo nada, tal vez quedó peor el bus, dijo un amigo después.
A las 3 y algo de la mañana me dan la libertad de irme y enfrento la calle 82 y su soledad tiniebla caminando hacia la avenida Roosevelt a tomar un taxi para recoger mi espíritu en casa. Aun estoy cavilando lo sucedido.


miércoles, enero 11, 2006

 

Enero 2 del 2006

Mi casa huele a María madrileña,
el perfume de señora que acompaña su rebeldía
ha quedado como memoria de ayer, Primer día.
Su risa, atadura burlesca y reina en ironía
guarda eco en este cuarto de 118 años.

Ayer no más era primero de la esperanza nueva
y la casa con amigos en vagancia post fiesta
nombran sus ocho deseos en cabala y suma,
nada nuevo el soñar, para eso es esta casa.

Pero huele a madrileña y no está
y decirlo es como sumar las nostalgias
la película que deja suspendidos a Natalia, Nicolas, Luis, Capeto
hablando del Gajaka lejano y yo,
tras la cámara invisible que ve, graba y comparte con Alzheimer los olvidos.

domingo, enero 08, 2006

 


Aunque este texto no es de mi autoría mas lleva mi nombre y hace muchos años lo hallé en un periódico, me parece apropiado para curar la soberbia propia y a la vez, la colectiva con quien lo lee.
Bienvenidos

Ricardo, el que te venza será tu amigo
Por Helme Heine
Todos los huevos son iguales pensaba mi madre, hasta que un día soleado de verano puso su primer huevo.Era el huevo más lindo del mundo y mi madre se sentía enormemente feliz.Veinte días más tarde salía yo del huevo. Mi madre me llamó Ricardo. Mi madre era una buena cuerva. Me traía comida desde la mañana temprano hasta tarde en la noche. En poco tiempo fui más fuerte que mi madre. Ella reía y me decía contenta: "Ricardo, mi Ricardo, eres el cuervo más fuerte del mundo". Pensé que mi madre tenía razón, y para comprobarlo, decidí correr mil aventuras. Volé sobre el hielo antes de que mis alas estuvieran desarrolladas. Rápido como el viento galopé sobre la liebre. La rata miserable salió corriendo asustada de mis golpes. Le hice frente al carnero. El águila orgullosa voló casi estrangulada bajo mi abrazo. Le di al oso una paliza. Tiré a la vaca de espaldas.Vencí al elefante en una prueba de fuerza. Cada mes, levantaba un cuervo más, hasta que pude sostener cinco cuervos sobre mis alas extendidas. Todos los cuervos vinieron a competir conmigo. Eran muchos y los fui venciendo uno a uno. Ahora era el cuervo más fuerte del mundo y me sentía orgulloso y feliz. Pero pasó algo muy raro: los cuervos se fueron volando de allí, me quedé solo. Nadie quería seguir peleando conmigo.
Un día encontré un cuervo viejísimo cuyas plumas se habían vuelto blancas "Yo soy el cuervo más fuerte del mundo. Pero, ¿dónde están mis amigos?, pregunté inseguro. "El que te venza será tu amigo", graznó el cuervo. "Deja que Ricardo pelee contra Ricardo".
Yo me reí y después comenzó una pelea de la que los cuervos hablarán por los siglos de los siglos.
Peleé conmigo mismo, el ala izquierda contra el ala derecha, las garras contra el pico, el corazón contra el cerebro. La pelea duró un día y una noche. Luego me di por vencido. Estaba tan cansado que puse mis alas desgarradas sobre el hombro del viejo cuervo. Cuando alcé la vista vi que estaba rodeado de cuervos, que me miraban muy serios y atentos. Volé con ellos y desde ese momento tengo muchos amigos...

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